El Alquimista del Ánimo
Caminé durante días por el desierto arrastrando un ataúd, con llagas en las manos y con el rostro hundido en una tenacidad taciturna. Los días dejaron paso a las semanas, y las semanas cedieron su lugar a los meses. Una bandada de cuervos vigilaba cada movimiento desde el cielo, esperando pacientemente a que ya no aguantase más mi cruz. Un calor titánico me resquebrajaba los labios y marcaba toda mi piel, como si Bafomet tirara hacia abajo de ella con sus garras.
En mi caminar, atisbé un pequeño escondrijo que ofrecía un resquicio de sombra bajo el que descansar. Sin vacilar un solo segundo, me adentré en aquel refugio, henchido de recién encontrada esperanza, pero temeroso de que una vez más mis sentidos me estuvieran engañando. No era un espejismo. Dentro, un agradable frescor me incitó a dejar el ataúd en el suelo por el momento. Pronto, la guarida se reveló como la morada de El Consejero de los Malditos. En este desierto, cualquier camino puede conducir a su presencia. Me senté junto a él y, con los ojos humedecidos, contemplé su semblante impasible. Su mirada era fría y analítica, pero se podía apreciar cierto matiz comprensivo en su expresión.
—Viajero, transcurres por una travesía oscura e incierta. Veo tu pesar y vislumbro diferentes bifurcaciones en tu destino. Escucha mi consejo, caminante, pues si bien ya has enfrentado innumerables vicisitudes, todavía has de encarar tormentas y tempestades. En este refugio se esconden pasajes y criaturas secretas que te ayudarán en tu periplo si así lo deseas. Te ofrezco un pasadizo hacia El Alquimista del Ánimo. Responde a sus preguntas y te proporcionará artilugios y herramientas que te ayudarán en tu viaje.
El Consejero había hablado. Dudoso, acepté su sabiduría, y emprendí el camino hacia la guarida de El Alquimista. Convencido de que nada de lo que encontrara en aquel recoveco podría ser peor que el mundo exterior. Pese a estar exhausto y famélico, llamé a la puerta con recién insuflada energía. Se abrió lentamente, revelando tras de sí una estancia oscura y húmeda, pero a la vez fresca y acogedora. Las paredes estaban forradas de enormes librerías repletas de libros con conocimientos enterrados por el paso del tiempo. Al fondo de la habitación, una figura alta como un cerro se alzaba.
—Conozco tu nombre, Penitente. Responde a mis preguntas con sinceridad y te proporcionaré los instrumentos necesarios para allanar el camino de tu calvario —sentenció.
Asentí con la cabeza, y caí sentado al suelo.
—Escucha bien mis preguntas —continuó—. ¿Desde cuándo arrastras tal lastre? ¿De dónde vienes y hacia dónde te diriges? ¿Sigues la luz de algún faro? ¿Sabes cuál es tu destino?
Cabizbajo y entre sollozos di respuesta a sus preguntas. Cuando finalmente alcé la mirada, El Alquimista del Ánimo me ofrecía un frasco con una pócima de naturaleza indescifrable.
—Tómala, pues tu camino es infinito —espetó con seriedad al observar mi titubeo.
Finalmente, acepté el obsequio. Me eché la pesada carga a la espalda y me dispuse a salir de la guarida. Una vez más en el infernal camino, con la mirada puesta en el horizonte infinito, pero ahora equipado con un brebaje que, si bien podría ayudarme, se sentía como la insignia del exánime.